viernes, 25 de noviembre de 2011

La Danza de la Cimitarra


            Empuñe mi cimitarra árabe en tiempos antiguos para danzar el baile prohibido, también la blandí con decisión y sin piedad para aniquilar los seres oscuros que pretendían arrebatar la luz a mí ser y los que tuve que defender.
            Por Su petición es el momento de perfumarla con el temor de mi enemigo.
           Mi corazón y su textura carnosa dejan de ser débiles para recubrirse de metal sólido, frío e inquebrantable. No hay lugar ya para sentimientos. Deben quedar atrás pues son recuerdos y estos debilidad si mi alma los demonios pueden escuchar.
           Avanzo contra el viento que me recuerda que aún queda piel que percibe con sus terminaciones nerviosas, lo noto cual pequeñas navajas afiladas sin producir corte alguno. Me conformo, el dolor es bueno, almacena ira en la garganta y pare actos sin consciencia.
           Guardo la luz que me guía en mi alma, el único retazo de mí ser que no conoce ni conocerá de muerte. Esta batalla se libra en tierra hostil pero conocida, un lugar sin nombre en la cima más alta e impenetrable que haya pisado hombre. La angustia se hace palpable con el sabor ácido de mi paladar, conozco los primeros pasos del camino pero esta vez iré más allá de lo que nadie ha podido contar.
            Su petición es mi propósito.
            A las puertas del valle escucho los gemidos, gritos y llantos horrorizados de aquellos que jamás volvieron. La mejor pesadilla hace de ellos su peor realidad; una vida sin muerte en el infierno de las ánimas. Siendo su almuerzo, comida, cena y vuelta a empezar.
            Se huele el azufre y el hedor del absoluto mal es espeso tal cual su aliento.
           Tengo calor y frio, sudando y tiritando. Mi garganta me ahoga quemándome y mi corazón es una máquina pesada.
            Oro a mi Dios y empiezan a tintinear. Me tranquiliza su música y su bendición.
            Mis cascabeles vuelven a la vida para protegerme allá donde mi Dios deja su reino a la voluntad de un ángel caído. Tres en mi brazo derecho y siete en el izquierdo, serán ellos quienes me avisen sobre el peligro que mis ojos no verán y quienes me anuncien en el Duat. Tierra Santa en mi amuleto así ellos tocar mi cuerpo no podrán y cimitarra en mano cuya hoja iluminará y ofrecerá visión en las tierras  de la nada, muerte y desolación.
           Respiro profundamente inhalando y exhalando en quien sabe, quizás sea mi último aliento en el mundo conocido.
            Y cierro los ojos.
                                      Un paso, dos…
                                                                Y el tercero, con determinación.
            Silencio absoluto, mis cascabeles no suenan, el viento no ruge, no oigo gemidos.
                                      No huelo nada.
                                                                No siento nada.
            Temo moverme por si mi cuerpo ya no me pertenece.
            Oigo el tintineo, de repente es casi insoportable, como el corazón que late.
            Abro los ojos lentamente y allí frente a mí, separados por la luz de mi cimitarra están los suyos, negros y sin vida, los ojos de un siervo del rey del Duat.
            El siervo materializado como una sombra capaz de adoptar cualquier forma para aterrorizarme. Intenta entrar en mi mente para averiguar mis temores, miedos u horrores. Estoy entrenada para que no encuentre nada. Sigue intentándolo, es un juego cuyo contrincante es un niño al que dejo creer que avanza ofreciéndole una ilusión. Finalmente se da por vencido y empieza a tomar formas extrañas amasando cuerpos humanos unos contra otros y creando espantosas abominaciones. Me resulta repugnante pero no puede dañarme.
            Intenta entrar en mi alma y poseer mi cuerpo, si lo lograra pasaría a ser su preciado juguete para toda la eternidad. Algo que no voy a permitir y que no podrá llevar a cavo mientras mi espíritu no flaquee y mi alma no dude de mí fe.
            La cimitarra desea bailar y el siervo me está empezando a incordiar.
            Me giro, lo miro y entre parpadeo y parpadeo mi cimitarra ya hizo su trabajo. Murió con la sonrisa puesta en su cara desfigurada y nauseabunda, debería agradecérmelo.
            Descubro la tela que esconde unas  líneas tatuadas con tinta invisible y en lengua antigua sobre mi antebrazo. Solamente se leen si acerco lo suficiente mi espada árabe. Busco el nombre de quien vengo a encontrar.
            Y lo nombro…
            No tardaran en venir más. Los siento.
            Esta vez voy a taparme los ojos, no me sirven para aquello que debo ver y es mejor que no me deje influir por las formas y por el horror que estos seres me van a ofrecer.
            Empezará la batalla, una entre tantas, ni la primera ni la última. Pero sin duda no será una más... ni por quien vengo a buscar, ni por el camino que deberé andar.
            Estudiada desde mi tierna infancia, grabada en mi mente, espíritu y cuerpo al unísono con disciplina y palos de bambú. Ancestral, unión de culturas y movimientos que recuerdan las primeras tribus de seres que existieron, pasando por las civilizaciones mayas, egipcias, y orientales. Bailada en los burdeles y en palacios, utilizada para postrar a reyes y manejar la voluntad de filósofos. Como regalo de amor u pócima de veneno. Elegante, sinuosa, sensual  y si lo decido…
             Letal.
             La Danza de la Cimitarra se empieza a bailar.