En un sábado cualquiera, de cualquier fin de semana, no importa ni estación ni temporada. Viajo, salvo algún impedimento, a casa de mis padres para comer todos juntos.
Allí nos
reunimos, sin que pase el tiempo. Los mismos platos, cubiertos, la misma “picaeta”
para empezar a abrir el apetito, la amenizamos con cerveza o una copita de
Oporto. El vino para comer suele ir cambiando, depende de si nos han regalado
alguno y si no es el caso, mi tío, trae “El Coto”.
Ahora ponemos
una mesa más grande pues la familia va creciendo.
Desde hará
unos 8 años, todos los sábados.
Exponemos
problemas, todos hablan dando su opinión. Nos preguntamos unos a otros que tal
la semana. Y todo es importante, nada queda en el vacío. Todos hablan, todos
escuchan… y de vez en cuando, por algún motivo, tal vez el peso de los
recuerdos o que es simplemente el segundo adecuado, se comparten secretos. No
como un cuento, sino más bien como un legado.
Mi padre
cuando era joven, era un ser libre. Jamás vivió bajo las normas establecidas ni
acatando órdenes. Se crio en las calles. Mi abuelo un marinero con los brazos
llenos de tatuajes, entre ellos una sirena, de anchas caderas pues el brazo de
mi abuelo era un señor brazo. Hombre grande y con carácter pero no supo querer ni
a mi padre ni a mi abuela. Ella siempre estaba trabajando para traer el pan a
casa pues su marido no le daba ni los buenos días. Por eso mi padre, se educó
en las calles.
Su educación
fue ser el líder del grupo. Tomar prestadas algunas cosas y adaptarse al medio.
Allá cuando el
frio deja paso a una buena temperatura, detrás del barrio marginal dónde vivía,
pasaba el rio del pueblo. Me contaba con tanta ilusión las tardes con sus dos
amigos, dos gemelos. Sin quedar pero quedando, los tres acudían allí. Hablaban
de cosas de críos con sus zapatos rotos y sucios. Paseaban por los campos de
alrededor para recoger fruta de la temporada.
A mi padre le
brillaban los ojos cuando nos lo contaba. Siempre corriendo entre campos,
siempre libre. Si le hacia falta comer simplemente cogía lo que necesitaba. De
vez en cuando mi abuela recibía visitas para explicarle que tipo de hijo tenia
y que normalmente, su hijo les había robado: pan, dulces… Le reñía pero apenas
tenia tiempo para cenar con él y luego irse a la cama desecha.
Corrían por
los campos en busca de nidos. Estaban siempre alerta por si veían que alguien
necesitaba ayuda, se ofrecían a cambio de un poco de dinero. Solían gastarlo en cañas de azucar. Pero todas las
tardes, los tres amigos, terminaban su periplo en el rio de atrás del barrio
marginal… dónde vivía.
Se quitaban la
ropa para no mojarla y eran los críos más felices del mundo. Nadaban y mi padre
controlaba siempre la corriente. Me comentaba que en el centro del río se
formaba como un remolino, los tres competían a ver quien se acercaba más. Como iban
juntos si alguna vez sin querer alguno se metía, los otros dos entraban para
ayudarlo.
Había pequeños
piques entre ellos, niños jugando a hacerse los valientes tirándose desde el puente,
con los años y con la practica, todo estaba controlado.
Una tarde a
punto de irse, mi abuela, ese día en casa, lo cogió por las orejas. Le dijo que
ya estaba bien de visitas en casa, ese día no marchaba a robar a ningún lado.
Lo castigó sin salir. Él por respeto se quedó. Si hubiese querido salir
corriendo mi abuela no lo hubiese cogido. Me recalcaba que él corría mucho y
muy muy veloz. Delgado y con piernas atléticas de tanto ir por los campos. Allí
quedó esa tarde.
Al día siguiente,
como siempre acudió a su cita para bañarse en el rio. Esperó a sus dos amigos
durante horas. Cuantos pasaban por allí lo miraban. Anocheció.
Un hombre se le acercó, preguntándole
que hacía allí tan solo.
-
Estoy esperando a mis amigos.
-
¿Quiénes son tus amigos?
-
Los dos gemelos.
-
Niño… Ayer por la tarde, aquí mismo dónde estás,
vinieron los dos a nadar. El más delgado entró dentro de la corriente, el río
estaba bravo ayer. El hermano intentó sacarlo pero no pudo con el peso siendo
tan crio y a punto estuvo de hacer compañía a su hermano. Unos hombres oyeron
los gritos y lo rescataron. El otro niño hace unas horas lo enterraron.
Mi padre comentó:
-
Jamás se lo dije a nadie, ni a tu madre. Si esa
tarde hubiese ido, lo habría sacado.
-
O hubieses sido tú. Y hoy no estaríamos aquí. Ni
hoy ni nunca...
Le respondí.
Siguió diciendo:
-
No volvimos a ir nunca más al río. Y empezamos a
jugar a subirnos a los postes de la luz, a ver quien subía más alto...– continuó contándonos.
Y esa es otra historia, con un
final igual.
Parecido no, igual.
El
que mi padre, mi hermano, mi hija y yo estemos en este mundo es suerte. La
suerte que creó mi abuela al castigarlo dos tardes.